Hace ya por lo menos un par de lustros de esta historia, y es una pena porque no me acuerdo de todas las peripecias. En aquellos tiempos era socio de un motoclub que organizaba muchas rutas trail, y os voy a contar una de ellas. Una fría mañana de invierno habíamos quedado en un bar en la carretera de Valencia, para salir hacia Cuenca y allí empezar la ruta por la sierra hacia Teruel. Teníamos por delante un hermoso puente de cuatro días. Estábamos Jose María, Arturo, el buitre, y unos cuantos más de los que no me acuerdo bien, luego dos chicos de Valencia que no conocíamos, que habían venido por un anuncio que puso el motoclub en el «Motociclismo». Éstos vinieron en una sóla moto, una dominator, y llevaban vaqueros y botas militares. Decían que daba igual, que siempre iban así. Iba también un coche de apoyo, un 205 que llevaba Rosendo, cuyo nombre en realidad era Cesáreo. Es que Arturo nunca se acordaba de ese nombre, y le salía Rosendo, y con la coña así le acabamos llamando todos. Pues de esta guisa emprendimos el viaje por carretera, aburrido y con mucho frío. Al fin llegamos al punto donde ibamos a coger los caminos de tierra, y nos despedimos de Rosendo, que nos esperaría en el pueblo donde íbamos a comer. Cogimos el primer camino, era rapidito, sin grandes baches y con amplias curvas, de esas que se toman enteritas en tercera a tope con la moto cruzada. Así, disfrutando como un enano, iba yo abriendo camino hasta que me encontré una curva toda llena de enormes roderas, y me metí en la más grande, de esas de una rueda gemela de camión. Se me metió la rueda delantera en una, y la trasera en la otra, una experiecia única, tenéis que probarlo. El caso es que, más por un milagro que por mi pilotaje, conseguí salir de allí y seguí despacito para recuperarme del susto. Y los colegas? Miré por el retrovisor, justo a tiempo para ver el tremendo talegazo que se estaba pegando el buitre en la dichosa curva. Dí la vuelta, y cuando llegué al sitio ya estaban todos allí. Ayudamos al buitre a levantarse, estaba un poco magullado pero nada más. Levantamos su moto, tampoco estaba mucho más abollada que antes. Se montó y se puso a buscar el punto muerto, pero no lo encontró, bueno, por no encontrar no encontró ni la palanca. Nos pusimos todos a buscar entre los arbustos cercanos, hasta que apareció al fin la palanquita, con un trozo del eje del selector, partido. Examinamos la situación, y llegamos a la conclusión de que hacía falta un trabajito de precisión. Con la ayuda de un pedrusco bien gordo conseguí encajar la palanca en lo que quedaba del eje, que era mas gordo y sin estriado. Después, con un buen palo le dimos una nueva forma para que se pudiese accionar y le dijimos al buitre que la manejase con mucho mimo, por si acaso. Así, ya sin más problemas, seguimos hasta el pueblo donde quedamos. Allí, antes de comer, encontramos un herrero que nos soldó el eje de la XT del buitre (artesanía fina, oye). Ya por la tarde seguimos ruta por unos sitios preciosos y sin mas problemas que el frío y alguna placa de hielo. Al anochecer llegamos a un hostal en el que habíamos reservado habitaciones. Cenamos, nos fuimos al pueblo a tomar unas copas (menudo vino dulce cabezón servían por allí), y a la cama. A la mañana siguiente desayunamos y nos dispusimos a marcharnos, cuando llegó la primera sorpresa del día: lo que pensamos que era el precio por habitación doble, resulta que era el precio por persona. Así, nos hubieran fastidiado el presupuesto para lo que nos quedaba de viaje, menos mal que después de mucho llorarles y decirles que la reserva se había hecho con las condiciones que pensábamos, reconocieron el malentendido y nos mantuvieron el precio. Ya en ruta de nuevo, pasamos primero unos bosques montañosos peciosos, para luego bajar a un valle llano lleno de tierras de cultivo, con caminos anchos, rectos y llanos. En uno de éstos, después de mucho rato rodando a 120 o más, me encontré de improviso una curva que no era como todas las que habíamos pasado antes (amplias y rápidas), sino una auténtica esquina de 90 grados. Y ahora que? Entrar en la curva? Ni de coña. Frenar? Galleta segura en la pequeña acequia que delimitaba el camino. Entonces? ¡Gas a fondo! Conseguí saltar la acequia y caer más o menos recto en la tierra arada que había a continuación. Allí no me atreví ni a frenar, ni a reducir marchas, ni nada que no fuera sujetarme con todas mis fuerzas a la moto y, botando más que un indio, esperar a que la moto se parara. Cuando al fin se paró, pensé en mi ángel de la guarda, que cualquier día de éstos se va a quejar al sindicato… Volví al camino, preparándome para el cachondeíto que me esperaba («adonde vas, a coger setas»,…etc.) Después de éstos caminos volvimos a subir a la montaña, por unos senderos estrechos, de grandes piedras resbaladizas que hicieron bastante mella en nuestras fuerzas, pero muy bonitos. En un descanso, Jose María se puso a repartir isostar que llevaba en su mochila, diciendo que eso nos iba a reponer las fuerzas, pero la verdad es que no lo notamos mucho. Llegamos a un pueblo, comimos, y a seguir camino. Aquella noche llegamos medio muertos al hostal de turno, totalmente agotados y destemplados. Sólo nos quedaron fuerzas para una frugal cena, allí ni hubo copas, ni charla, sólo queríamos dormir. A la mañana siguiente, claro, tuvo que haber también sorpresa. La rueda delantera de una DR, pinchada. Pues nada, la subimos al murete de un parque, le cambiamos la cámara y llevamos la rueda a una gasolinera para hincharla. Tras muchos intentos de que se colocara en su sitio hinchándola a 8 kilos, lo tuvimos que dar por imposible y dejarla medio descolocada. Yo he montado muchas ruedas y no he visto nada igual. Pues nada, este chaval tuvo que hacer lo que quedaba de ruta dando botes, pero la verdad es que por los caminos que hacíamos tampoco se notaba mucho. Después de unas horas de ruta, llegamos a lo que llaman «la otra ciudad encantada de Cuenca». La verdad es que es tan bonita como la «conocida», y no hay turistas.Una breve parada, y a seguir camino. Llegamos a un sitio precioso, con un barranco de 400 metros desde el cual había una vista increíble. (Ver la foto, auque está hecha en verano, en otra excursión) .Allí paramos a descansar, a echar un cigarrito y a orientarnos. Según el mapa, para el pueblo donde íbamos a comer, nos quedaban unos 20 km. de camino y un poquito de carretera, y nos sobraba tiempo. Por lo menos, en teoría…Nos pusimos en marcha, y en seguida nos dimos cuenta de que estábamos metidos en el peor laberinto de caminos que habíamos visto nunca, dentro de un inmenso bosque. En el maldito mapa del ejército, actualizado por última vez en 1956, aquello no figuraba. Cogías un camino que llevaba la dirección deseada, y a los pocos kilómetros se cortaba, o cambiaba de dirección, o se bifurcaba en perpendicular. El caso es que creo que cada vez estábamos más lejos de la carretera. Cuando empezó a anochecer, va un gracioso y dice: Hoy no comemos. Nos acordamos de Rosendo, estaría preocupado (no había móviles todavía). Ya de noche cerrada, surgió un nuevo problema: A las motos con la aleta delantera baja se les empezaba a bloquear la rueda delantera con el barro arcilloso que encontramos en el camino. A grandes males, grandes remedios: A desmontar las aletas. Lo que pasa es que con tanto barro y a oscuras, se tarda más de lo pueda parecer. Tuve en mis manos una de aquellas aletas, y pesaba por lo menos 10 kilos. Jose María, como decía que se manchaba, se fabricó en un momento una aleta alta para su DR BIG con unas ramas de pino y un pulpo. Ya los primeros empezaron a meter la reserva, y la preocupación fue en aumento. Llegamos a una bajada, y en la mitad mi XT se para, bloqueando la rueda trasera. Cojonudo, pienso, se ha gripado. Y en menudo sitio, y a menuda hora. Cojo el embrague, pero aquello sigue bloqueado. Y la moto continúa bajando la cuesta, cada vez más de lado y yo haciendo cada vez más contramanillar. Ésto no puede acabar bien. La dirección llegó a su tope, la rueda trasera me adelantó y claro, terminé de bajar lo que quedaba de cuesta rodando por los suelos. Cuando volví a subir a recoger la moto, ví lo que había pasado en realidad: Lo que al salir de mi casa había sido un neumático trasero de enduro, ahora era un slick de 180/100-18, de pura arcilla que se enganchaba en el basculante, amortiguador, y en todas partes. Miramos todas las motos, estaban todas igual. A partir de ese momento, ya no podíamos cerrar el gas, porque las motos se paraban. Nunca, ni antes ni después de aquella excursión, vi nada igual. Ya pensamos que la cosa no podía ir peor, pobres inocentes…Empezó a nevar. Y la nieve, inmediatamente, se congelaba. Y nosotros, con nuestros slicks de arcilla, a las tres de la mañana, sin gasolina, haciendo eses sobre el hielo con rumbo a ninguna parte. Mas tarde vimos en una ladera la entrada de una gran caverna, y deliberamos si refugiarnos allí y dormir un poco para continuar de día, pero al final decidimos seguir. Por una parte, los de Valencia con sus vaqueros no podrían aguantar mucho más el frío, y por otra estaba Rosendo, que a saber si había movilizado ya los equipos de rescate para buscarnos. Tomamos un poco de nieve, pues llevábamos ya 18 horas de paliza sin comer y sin beber, y estábamos en un estado lamentable. Unos pocos, eternos y lentísimos kilómetros mas adelante, vimos otro cruce, y al parar en el medio, nos fijamos en el suelo que había debajo de nuestras ruedas: ¡Era negro y duro! ¡La carretera! No me bajé a besarla porque no tenía fuerzas. Lo que era una asquerosa carreterucha con más parches que el traje de un payaso, en aquel momento nos pareció una autopista hacia el cielo. Cogimos la carretera hacia el norte, rezando para que durase la gasolina hasta el pueblo en el que teníamos que haber comido, y donde se supone que estaba Rosendo. Las motos iban soltando unos pegotes de barro como puños, de los cuales algunos los conseguíamos esquivar con la cabeza y otros no… Llegamos al pueblo. Una minúscula aldea, y ni un alma en la calle, claro. Dimos una vuelta, a ver que había. El único que sabía dónde teníamos que comer era Rosendo. No vimos ningún restaurante, ni bar, ni hostal, ni nada que se pareciese. Sólo dos docenas de casas. Al fin, encontramos el 205 de Rosendo. Vacío, claro. Miramos a ver si había dejado alguna nota o algo, pero nada. ¿Estaría buscándonos? ¿Y si no, dónde?Nos sentamos en la acera, estábamos tan agotados que poco a poco nos empezaba a dar todo igual. En el pueblo se oían unos ronquidos, y muy poco nos faltó para dormirnos allí sentados, con los cascos puestos y la nieve amenazando enterrarnos poco a poco. Nos despertó Jose María: «¡Yo conozco esos ronquidos!» Se levantó, se acercó a una de las casas y abrió una contraventana de madera.»¡Mirad, mirad esto!», exclamó. «¡Venid!»Nos asomamos, y quién estaba roncando allí, tapado con un edredón calentito hasta las orejas? ¡Rosendo! ¿Será mamón? ¿Buscarnos? ¿Equipos de rescate? Aquí, si no cuidas de tí mismo, lo llevas claro…Con tanto jaleo, se asomó el dueño de la casa. Resulta que era uno de esos «hostales clandestinos» que hay por los pueblos, que son casas particulares, pero si tienes contactos te dan comida y alojamiento. Allí es donde teníamos que haber comido, y allí es donde Rosendo comió, cenó, y se metió en la cama.»Claro, como no llegabais…»Para ésto llevamos coche de apoyo… Salió el dueño de la casa, nos hizo pasar a un gran comedor, echó unos buenos troncos en la chimenea y empezó a sacar pan, jamón, chorizo, queso y no sé cuantas cosas más, y un tintorro que resucitaba a los muertos. Eran las cuatro y media de la mañana. Desde aquí, otra vez gracias, gracias y mil gracias. Nos pegamos un banquete que dejamos al hombre asustado, y caímos redondos en unas maravillosas camas. A la mañana siguiente, nos dejó una manguera para intentar sacar el barro de las motos, pero era imposible. No salía. Al final quitamos lo peor hurgando con un palo, por lo menos para que las ruedas pudieran girar. Terminada esta operación, los valencianos se despidieron y cogieron la carretera, rumbo a su casa. Para mí que éstos no vuelven… El resto decidimos seguir por la ruta establecida hasta la comida, y luego ya coger la carretera. Rodábamos por una pista amplia, a un ritmo «alegre», cuando nos pasó el buitre como una exhalación. ¿Y a éste que le ha dado ahora? Desapareció a la vuelta de un recodo, a toda mecha. Cuando los demás pasamos la curva, nos encontramos una enorme polvareda, y cuando se disipó un poco vimos la moto del buitre por el suelo, y a muchos metros, al buitre, también por los suelos.»¿Pero que haces, tío?» Se levantó, bastante cojo y magullado.»¡Es que íbais muy despacio!» «Ya veo, ya…» Tenía una rodilla bastante fastidiada, no podía ni arrancar la moto. Cuando se le pasó un poco, se despidió y buscó el camino más corto hacia su casa. Al poco nos encontramos con una pareja que habían atascado su Ford Fiesta en un barrizal que no veas, menos mal que pasabamos nosotros por allí. Entre todos lo sacamos sin muchos problemas, y se empeñaron en invitarnos a una ronda en un chiringuito que había junto a un río cercano. Después de las cañitas seguimos camino hasta un pueblo pequeño, donde teníamos que buscar un sendero que subía a la montaña. Pronto lo encontramos, pero la verdad es que desde abajo impresionaba, muy estrecho, con mucha pendiente y pura roca. Preguntamos a un paisano, a ver si creía que ese camino se podía hacer en moto. La respuesta que nos dió no supimos si era buena ó mala: «Pues no sé, pero hace años subieron unos como vosotros y no han vuelto.» Había que intentarlo, claro. Empezamos a subir, y tras los tres primeros kilómetros un poco duros, luego ya se suavizó un poco y se fue convirtiendo en un agradable camino por un bosque. Llegamos a un claro, y el camino se bifurcaba en varias direcciones. Paramos a echar un cigarrito y a orientarnos, pero enseguida descubrimos que no iba a ser tan fácil. Las brújulas, ¡Daban vueltas! Ya, ya sé que he repetido ya esta frase, pero «¡Esto no lo había visto en mi vida!» Nos medio imaginamos dónde estaba el sol, porque lo que es verse, no se veía, y escogimos un camino. Después de unos 30 kilómetros con la duda, descubrimos que este camino, ¡Era el correcto! ¡Increíble! Abajo se veía el pueblo donde íbamos a comer. Tan sólo nos quedaba una bajada con un aspecto muy feo, muy larga, muy pronunciada y toda formada por piedras sueltas del tamaño de un puño. Iniciamos el descenso con mas miedo que vergüenza, pues creo que si te caes allí, no paras de rodar hasta el pueblo, a unos 5oo metros. Pero esta vez todo salió bien, y con la rueda trasera bloqueada y hundida hasta el eje, sólo había que frenar un poquito de delante para bajar medianamente controlado. Buscamos el restaurante donde nos esperaba Rosendo. Nos dimos un buen banquete, y nos hicimos unas buenas risas con las jugadas mas interesantes. Después del café, copa y puro cogimos carretera y manta hacia Madrid, donde nos despedimos y nos fuimos cada mochuelo a su olivo. Ya en casita, cenado, duchado y escondido debajo del edredón, pienso que estamos un poco zumbados. Con lo bien que se está aquí, y nos vamos por ahí al monte a pasar penurias. Pero en el fondo, lo malo de estas aventuras no es ni la paliza que te pegas, ni el frío que pasas, ni el hambre, ni los kilómetros que andas perdido por ahí, ni siquiera las caídas. Lo malo, cuando realmente te quieres morir, es cuando suena el despertador el lunes…
Capi