El día había llegado por fin. Llevaba ya dos años soñando con este momento.
Era diciembre y en la calle hacía frío. Se puso su abrigo y salió a la cabina que había frente a su casa. Sacó su vieja cartera de cuero, la abrió y sacó una tarjeta con algo escrito a bolígrafo. Era un número de un taller de motos. Marcó las nueve cifras, una mujer no muy agradable quedó con él.
Cogió el autobús de la línea diez, que le dejó frente al citado taller. Entre muchas flamantes motos deportivas estaba su sueño: Una yamaha 250 especial de color negro. Los escapes estaban oxidados, el depósito arañado y la cadena colgaba como una cuerda de tender la ropa. Un brillo intenso apareció en sus ojos. Pagó las doscientas mil pesetas acordadas y se montó en su «nueva» moto.
Metió la llave en el contacto y pulsó el botón de arranque…
nada sucedió. Metió la segunda y tras empujar unos trescientos metros la oyó por primera vez. Era un sonido perfecto. Él nunca había tenido una cuatro tiempos.
Llegó a su casa como un niño con zapatos nuevos. Era definitivamente el mejor día de su vida.
Después de tres meses dando vueltas con ella y haciendo excursiones, se decidió a ir a una concentración invernal ! Era otro de sus sueños que se iba a cumplir. Se congelaba por el camino, sus guantes eran viejos y malos, sus pantalones también y como no tenía botas iba con sus zapatillas, que tenían algún que otro agujero, no original, en sus costados.
Por el camino le adelantaron muchas motos, todas las motos.
Pero eso no le importaba. Nada podía hacer sombra a su estado de ánimo.
Era completamente feliz conduciendo y viendo el paisaje.
Por fin llegó al lugar de destino. Miles de motos estaban aparcadas en todas partes sin ningún órden. Buscó un rincón tranquilo y montó su tienda de campaña. Una pequeña canadiense de dos plazas en la que sólo cabía una persona. La tienda no tenía doble techo, pero como llovía bastante, hizo uno con unos plásticos con los que tenía previsto tapar su moto.
Cayó la noche y empezaron a encenderse cientas de hogueras.
El frío era casi insoportable. Encendió su propia fogata. Era muy pequeña, pero daba calor. Allí sentado junto al fuego comenzó a comer una lata de fabada que traía en su mochila.
Se sentía un poco aislado y se dispuso a dar una vuelta por otras fogatas para conocer gente:
En la primera que paró, había ocho personas hablando de su trabajo y de lo que ganaban en nómina.
En la segunda, un grupo de jóvenes, hablaban de cómo habían venido por el puerto de montaña sin bajar de ciento noventa.
En otra, no hacían más que discutir a qué discoteca debían de ir para pasar la noche.
La siguiente era un grupo que hablaba de la variedad de droga que llevaban encima.
En una se pasaban el móvil unos a otros como estúpidos.
En la última que visitó se mantenía un serio debate, sobre quién había gastado más pasta en su moto y accesorios.
Harto de todo ésto, se fué a la tienda a dormir. Bastante decepcionado.
Llegó a pensar en no ir nunca más a una concentración de motos, pues no era lo que él había imaginado. Cuando se dispuso a cerrar la cremallera de su saco de dormir escuchó unas risas. Dos jóvenes se reían de la 250, y decían:-Vaya una mierda! Asomó la cabeza, pensó en salir y liarse a hostias. Pero no merecía la pena. Triste se metió en su saco y se puso a dormir.
Al día siguiente el sol brillaba casi como en verano. Era un día perfecto para la vuelta a casa. Abrió la tienda, miró al cielo y de nuevo fue feliz.
De pronto se fijó en la moto. Las dos ruedas estaban sin aire. La moto tirada en el suelo y lo peor de todo, la mochila con la comida y el dinero no estaba.
Se sentó frente a la tienda, ya no había ni rastro de la alegría que hace un instante sentía. Recogió las cosas, las ató en la moto y se puso a empujar. Estaba a punto de llorar.
Pasaba al lado de un vespino verde cuando unos muchachos lo llamaron. Les contó su historia. Los muchachos le invitaron a desayunar, le dieron un cigarillo y cuatro botes de antipinchazos. Pasó un buen rato hablando con ellos. Le dieron sus números de teléfono, pues vivían en la misma ciudad que él.
Desde entonces no volvió a salir sólo con su moto. Se juntó con una gran cantidad de moteros. La mayoría eran ciclomotores, pero a nadie le importaba eso. Surgió una gran amistad.
Con el paso de los años, vendió la especial. Se compró una CBR900. Pero no todos los del grupo tuvieron la misma suerte. La mayoría seguía con sus ciclomotores. Como entre todos no juntaban ni «pa» pipas, sólo hubo una solucción:
Todos los años iban a la misma concentración invernal en las mismas motos. Alquilaban un vespino cada uno para el fin de semana. Pasaron unas risas increíbles. Los mejores viajes que uno pueda imaginar.
Así que, si has leído ésto y tienes una CBR600 o similar, y un día adelantas a un grupo de vespinos; rozando con el manillar y con aires de grandeza, riéndo, no se te olvide que en mi garaje hay una CBR900, que le da mil vueltas a tu 600. Y a ver si aprendes que adelantar a un vespino en una recta no tiene mérito ninguno. Y sobre todo si te consideras motero de verdad, a ver en qué fogata te sientas????? ehhhh????? Jejejeje. Mamón!
Pollo
Todo lo anterior es ciencia ficción, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Y si alguno se da por aludido, ya sabe…